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Deberíais ir a la guerra, mi señor.

La historia de un rey que no quería ir a la guerra, un relato con reyes, cortesanos, bufones, soldados, caballeros, clérigos, juglares y mucho humor.

Un viejo erudito, rata de bibliotecas, se convirtió en un gran conocedor de la historia de Soltada, el desaparecido estado del que fue rey el protagonista de este relato. Sus estudios animaron al narrador a relatar las andanzas de un juglar y un trovador, de un soldado y un obispo, de un rey… y una reina.
Un amor medieval, pasional y prohibido, se convierte en el nexo de unión de distintas tramas encaminadas a que el rey vaya a la guerra.

Mis primeros escarceos con la dramaturgia derivaron en un fracaso inesperado. Con trece años, escribí dos sainetes para representar en la fiesta de fin de curso. Uno de ellos me lo prohibió el maestro por violento. El otro cosechó grandes aplausos. Ya con más experiencia, escribí dos obras en mallorquín, mi idioma materno. Ambas, Fins i tot la mort s’embulla Ses agulles des sastre, fueron representadas por el grupo de teatro Gall de Foc en el cual yo también actuaba. Mal. Pero actuaba. 
Ses agulles des sastre fue premiada en el VII Certamen del Consell Insular por su originalidad y novedad en la representación y montaje. 

Quedan ya lejos los tiempos en que compartía los estudios de Derecho con mi lado oscuro del romanticismo. Los tristes poemas de amor, escritos en mis dos idiomas, acostumbraban a reposar a la vera del código Penal y solo a veces se escapaban en un sobre, camino de certámenes y concursos. Alguno gané. Pero mi condición de estudiante de la sopa impedía que pudiera comprar un billete de avión para ir a recoger el premio. Fueron poemas de amor furtivo recitados en la noche a la luz de sus ojos. Triste poesía de llanto, gemido de vieja guitarra… acordes de desespero.

En 1985 me embarqué en un proyecto editorial que duró cerca de veinte años. Éramos un ramillete de amigos con inquietudes culturales diversas, y fundamos la revista Galatzó, una publicación local adherida a Premsa Forana de la que formé parte como miembro del consejo de redacción durante toda su existencia y como director durante un par de años.
Recuerdo una redacción caótica en la que la luz de los fluorescentes se reflejaba en las nubes de humo de tabaco. Olía a Winston y a humedad. Allí aprendí los entresijos de la edición con el sonido de las máquinas de escribir como banda sonora y las risas de los redactores cuando uno de ellos, Sion, colocaba a mi lado un cubo de agua por si se incendiaban las teclas de mi máquina ante el castigo que les infligía.